lunes, 9 de noviembre de 2015

Ensayo sobre La Civilización del espectáculo de Vargas Llosa

LA CIVILIZACIÓN DEL ESPECTÁCULO, Mario Vargas Llosa
“Una muchedumbre de fotógrafos, avizorando las alturas, con cámaras listas, para captar al primer suicida que dé encarnación gráfica, dramática y espectacular a la hecatombe financiera que ha volatizado billones de dólares y hundido en la ruina a grandes empresa e innumerables ciudadanos”.
A partir de esta primera imagen, Vargas Llosa nos presenta La Civilización Del Espectáculo: esta nueva época que busca constantemente el entretenimiento como escape de sus rutinarias y aburridas vidas, este nuevo mundo que tiene como pasión compartida la diversión.
La civilización del espectáculo privilegia el ingenio sobre la inteligencia, las imágenes sobre las ideas, el humor sobre la gravedad, la banalidad sobre lo profundo y lo frívolo sobre lo serio. Estas características traen consecuencias graves al desarrollo de la sociedad actual, como lo son la banalización y masificación de la cultura, la presencia de una frivolidad generalizada, la acción irresponsable del periodismo, o el empobrecimiento de las ideas.
Podemos comprobar que efectivamente nos encontramos ante la civilización del espectáculo cuando la literatura de farmacia y los best-seller no le resultan ajenos a la juventud, sino más bien, su fuente primordial de su escasa lectura. Otra evidencia, desarrollada también por Vargas Llosa en su ensayo, es lo extraño que nos resulta el cine independiente –aunque afortunadamente todavía existente-, mientras las películas de Hollywood que tienden repetidamente a una misma idea vacía y de fácil digestión arrasan las taquillas constantemente. Y junto al cine, podemos discutir también del teatro: son escasas las oportunidades en las que podemos disfrutar de una obra bien construida y dramatizada, que te mueva la conciencia; las únicas piezas que llaman la atención de nuestra juventud –lamentablemente, cada vez menos joven- son los famosos “stand-up comedy” que te despiertan la risa fácil. El problema de nuestra generación, la generación del espectáculo, es que nos vemos atraídos por lo fácil, lo rápido; que a su vez ha impulsado a la desmotivación, a lo desechable.
Eso me lleva a pensar que quizás el problema más arraigado de nuestra generación sea la pérdida de los valores de la cultura. Actualmente, nos enfrentamos ante lo denominado por Vargas Llosa como cultura light, que otorga la impresión cómoda de que cualquiera pueda ser culto, revolucionario, moderno y estar en vanguardia con un mínimo esfuerzo intelectual. En la cultura light, todos los aspectos que esta esconde son light: la literatura, el cine, el arte, la política, la economía, el sexo, el erotismo, el periodismo. Esta nueva sensación de cultura le abre un ventanal al conformismo.
Desde siempre ha habido personas cultas e incultas, y personas más o menos cultas: un abanico de colores. Se habían establecido rangos sociales entre quienes cultivaban la cultura, la enriquecían y la hacían progresar, y quienes se desentendían de esta. Cada uno de estos grupos se regía por un mismo sistema de valores, criterios y maneras de pensar, juzgar y comportarse. La democratización de la cultura ha hecho que dichos rangos se perdieran por completo.
Ahora, la noción de cultura ha cambiado, y aunque nadie –salvo Vargas Llosa y algunos otros pocos intelectuales- se atreva a decirlo en voz alta, pareciera haber desaparecido. Nadie puede ser culto si todos creen serlo, o si el contenido de aquello que consideramos cultura se ha empobrecido lo suficiente para que todos puedan considerarse cultos. Nos encontramos atrapados por una cultura inculta.
Me gustaría hacer mía la definición que Varga Llosa utiliza para definir cultura: “Experimento y reflexión, pensamiento y sueño, pasión y poesía, revisión crítica constante y profunda de todas las certidumbres, convicciones, teorías y creencias”. En cambio, nuestra generación, la del espectáculo, confunde citar muchos autores en un artículo con inteligencia, con conocimiento, con cultura; cuando realmente no debe confundirse. O tal vez sí, como dice Heidegger.
Pese a esto, son los intelectuales quienes por definición histórica se han dedicado al enriquecimiento de la cultura, aunque en estos tiempos oscuros parecen haberse evaporado. Son pocos los intelectuales que, como él, todavía están presentes en la sociedad para impulsarnos a la reflexión sobre nuestras entretenidas vidas. Es decir, el papel que anteriormente desempeñaban los intelectuales, hoy lo ejercen cantantes de rock y jugadores de fútbol; son las opiniones y formas de actuar de estos las que influyen de manera determinada en la sociedad, en el pensamiento colectivo.
Ha sido la falta de la revisión crítica constante y profunda de todas las certidumbres, convicciones, teorías y creencias, la que ha llevado a la desaparición de los intelectuales de la vida política.
En la novela Los Mandarines de Simone de Beauvoir, vemos el desarrollo y la influencia que ejercía un grupo de intelectuales en la vida política durante la época de la posguerra de la Segunda Guerra Mundial en Francia –años que para mí representan la época dorada, la generación de la que sí me hubiese gustado formar parte-. Sin embargo, hoy en día solo son tomados en cuenta aquellos “intelectuales” que siguen el juego de la moda para convertirse en el bufón del Rey. Intelectuales de segunda, diría mi abuelo; los actores –y actrices- de la civilización del espectáculo, diría yo.
Claro, es más cómodo luchar detrás de una computadora, denunciar injusticias con favs y cambiar el mundo subiendo la fotografía de un perrito con un mensaje en Comic Sans. Las campañas de concienciación social, cultural, política, ambiental; sobran en las redes sociales. Un me gusta aquí, un me gusta allá y fin a tanta polémica. El interés interesado. Ése con el cual pretendemos que algo nos importa —momentáneamente— sólo para que otros vean que nos importa.
Del mismo modo, también se ha banalizado la política. Actualmente, otorgamos más importancia al gesto y la forma que al fondo del discurso, que a los principios y valores que oculta entre sus matices y líneas. La cultura es el mejor camino para impulsar un cambio colectivo durante los regímenes dictatoriales, por ejemplo, aunque estos busquen constantemente el camino para prohibirla y desaparecerla.
Resulta imprescindible que la cultura, la de verdad, y la política se mantengan constantemente en intercambio, de esta manera la política se encontraría sometida en una continua evaluación crítica; ¿pero cómo va a ser esto posible en una civilización sin intelectuales analíticos? ¿En una civilización en la cual la cultura es el verdadero bufón de la política?
Ya hemos establecido algunos problemas que encarna la civilización del espectáculo: sus actores, la democratización de la cultura, y la banalización de la política. Para mí, estos tres factores son fundamentales en la pérdida de nuestros valores culturales. ¿Pero qué pasa con nosotros? ¿Qué función tenemos en todo este embrollo? ¿No somos quiénes tienen en su mano cambiar el guion de esta obra de mal gusto? Oh, los espectadores.
En la civilización del espectáculo, los espectadores no tienen memoria; es decir, la civilización no tiene memoria. Por lo tanto, si la generación del espectáculo no tiene memoria, carecen de remordimientos o verdadera conciencia, olvidan pronto y pasan sin pestañear de las escenas de muerte y destrucción a las curvas de las famosas artistas de Hollywood. De la masacre ocurrida en París y Siria al próximo estreno de Los Juegos Del Hambre.
La idea de los espectadores sin remembranza me remite a la falta de interés por estudiar la historia que mencionaba al inicio de este ensayo, ¿cómo vamos a entender el presente si ni siquiera echamos un ligero vistazo a nuestro pasado? Puede que simplemente sea esta falta de búsqueda de nuestros inicios lo que nos mantenga atados a esta nueva percepción de cultura, pues si se carece de ganas de exponerse a un estudio y revisión continua, ¿cómo pretendemos salir de este ciclón?
Es posible entonces que el cambio deba empezar por nosotros, los espectadores, pero ¿sabemos qué cambiar? Quizás la comodidad, y no en sí la pereza, sea la madre de todos nuestros vicios. Los planes, los proyectos, las ideas… sobran; no obstante, hay sequía de acciones. Lo queremos todo fácil, todo a través de contactos, todo porque lo merecemos. ¿Lo merecemos? No sé, quizás al décimo F5 que hacemos por hora, deberíamos replanteárnoslo.

Nos falta aterrizar. Nos falta acabar con ese espíritu hippie renacido que hace quedar mal a la Teoría de la Evolución. El problema de nuestra generación, la del espectáculo, es que es ésta, y no otra. Cualquiera. Tal como pensaban los de la generación anterior.